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miércoles

※GRANADA, CONSIDERACION DE UNA CIUDAD


La ciudad del reino Nazarí exhibe aún sus rizos de agua, sus flecos sonoros, sus almenas circunstancialmente doradas, sus verdes oscuros y su blanco de cal. Los cármenes se acunan en el tiempo borrando las huellas que éste deja en las cosas, indiferentes al trajín de los días segundos y ultimos de su permanencia. Ella sigue descansando, durmiendo una larga siesta de desidia, luce en un paréntesis de amor frenada por el interrogante del deseo incierto. Un amor que se incrustó en las entrañas de quienes la gozaron desde niños, entrelazando noches negras estrelladas con la plata de sus lunas llenas, despertando sin remedio a los aromas indescriptibles y únicos descubiertos hace milenios por los ancestros amantes del placer. Con un deseo latente de vuelo hacia otros horizontes pero cavilando en las consecuencias de elevarse por encima de la cordillera que aísla la visión hasta el provocador azul de allá arriba. Sin renunciar al sueño de volar pero evitando la aventura arriesgada de proyectarse en el aire incierto de los cambios que diluyen identidades.
Entre sus conquistadores modernos hay millones de seres que desgastan sus variopintos zapatos deslizando sus pies sobre guijarros centenarios, puliendo a su paso, indiferentes o extasiados, su Piedra y sus guijarros. Tantos pares de ojos que se estrellan casi confusos con la intención aventurera de toparse con algún fantasma que haya dejado impregnado algo de su vida por jardines o muros de piedra rojiza. Cómo se añora esos días de infinita calma cuando los jilgueros cantaban libres y ninguna sierra mecánica competía con sus trinos, cuando los golpes del hacha talando los árboles era parte de la música de los jardines y los bosques palaciegos. Cuando las citas con los amigos eran un…“nos vemos en la Alhambra o en la Cartuja”, para perderse por los recovecos barrocos o mudéjar intentando comparar lo incomparable y asumir lo inasumible.
Entonces Alhambra, tú eras de Granada y de su gente, eras el entrañable castillo, el palacio nazarí de un pueblo. Ahora ya eres del mundo y duele tanto plazo para respirarte.
Únicos son sus aromas e inconfundibles, sólo allí huelen los arrayanes y el boj recién cortado que tantas veces late en mi sangre de poeta o de peregrina. Allí expanden su perfume el laurel fresco, las rosas, la salvia, la menta, el ciprés, el tilo, las adelfas...
En las albercas sigue luciendo al sol la estrella nenúfar temiendo que la noche la apague. Aún baja el agua por las acequias y salpican los surtidores agonizando su diálogo que se difumina y diluye entre tantas palabras sueltas en todos los idiomas del planeta, perdiéndose, como sin sentido, cada cual con su acento, en un murmullo incoherente que apaga, sin que nadie lo perciba siquiera, porque no lo conoce, el bello relatar del agua cayendo sobre el mármol ahuecado. Agua que va descendiendo ligera y fría por la escalera o por diminutos canales en dirección a la alberca, donde se creará un duplicado de almenas, arcos, torres y celosías. Esa alberca, espejo verdoso en que se convierten los chorrillos vivarachos que van a morir a ella y desaparecen impersonales para hice de las ranas . Arriba, el cielo está casi al alcance de los dedos humanos y azulea también sobre la superficie del agua verdosa en los dias claros o blanquea en los días nublados. Siempre acaba una preguntándose por qué no abrió mejor los ojos o se detuvo un rato más por los jardines, respiró mejor sus perfumes, prestó más atención a sus músicas únicas y por qué no alargó el éxtasis de la contemplación de la ciudad desde el palacio, desde la multitud de rincones y miradores desde donde se pueden disfrutar los distintos horizontes. Antes de salir del recinto palaciego ya se siente la añoranza. Siempre se sale con la sensación de que ha quedado más por ver de lo que se ha visto. Cada vez el enganche es mayor y la añoranza más profunda. Llorar por Granada es muy fácil, volver a ella es obligatorio.